Saber Vivir, Saber Morir
Estos días me he quedado impactada con la partida de Pau Donés. Mi padre murió a una edad parecida a la suya, también de cáncer. Sus historias no tienen nada que ver, pero a mi me ha abierto mi heridita, quizás porque se ha puesto mucho en valor la relación que ha tenido con su hija en sus últimos años de vida. Y yo me siento hija que sabe del dolor de perder un padre cuando todavía eres muy joven, y a la vez, me siento madre y puedo imaginar y sentir en mi propia piel el dolor de dejar a un hijo que está todavía creciendo.
Cada historia de vida es diferente, cada dolor es diferente, pero como humanidad compartimos la capacidad de sentir, de amar, de comprender al otro y de aprender con el otro. Las historias ajenas, son también nuestras historias. Estos días estoy intentando ordenar, comprender qué es lo que me ha “tocado” tanto. Hay algo que me inspira profundamente, es el saber morir, o dicho de otro modo, el saber vivir mientras te estás muriendo. Nadie quiere ver morir a las personas que ama, pero creo que la manera de morir marca a las personas que nos quedamos en una dirección u otra.
En otros artículos he hablado de la flexibilidad psicológica como el conjunto de habilidades que te permiten dar sentido a la propia vida, construir una vida que para ti merece la pena ser vivida. Pero, cuando sabes que te vas, ¿ayuda en algo la Flexibilidad psicológica? Para responder a ello hablaré de un episodio de mi vida personal que me ha marcado profundamente: decir adiós a un amigo con 28 años, la misma edad que yo tenía en ese momento. Años después lo sigo recordando como lo que fue en ese momento: un gran regalo de vida, una fuente de inspiración, a la par que los ojos se me humedecen, y siento una profunda tristeza por no tenerle aquí. Conviven el canto a la vida que él representó, junto al dolor, la rabia y la impotencia de haberle perdido.
Echando la vista atrás me doy cuenta que, sin saberlo, él desempeñó con maestría la flexibilidad psicológica. Llenó de vida, -de acciones valiosas para él-, sus últimos días. Se enfocó a que sus últimas huellas hablaran de quién era él, de qué era importante para él, y llenó su corazón y el nuestro antes de partir. No era un “super hombre”, era un ser humano excepcional, pero esto no le evitó el miedo, la rabia, la frustración y el dolor inmenso de morir tempranamente… esas emociones las sentía, las tenía, y les pudo hacer un hueco. Las escuchó, las abrazó, las mostró abiertamente en algunos momentos, porque también hablaban de quien era él, hablaban de su amor por la vida y de que su vida se acababa. Vivió con aceptación su proceso.
A menudo se confunde la aceptación con la resignación. Nada más lejos. Cuando se habla de aceptación significa hacer un hueco a las emociones difíciles (rabias, frustración, tristeza, etc.), escucharlas sin alimentarlas. Saber que la enfermedad avanza y que tu cuerpo y la medicina no pueden remediarlo genera, naturalmente, emociones difíciles. Ello pone delante de ti dos caminos: uno en el que escoges que, a pesar de estas emociones, te enfocas a dotar de valor la vida que aún te queda; otro, en el que dejas que estas emociones se apoderen de tus elecciones y dejas de hacer las cosas que son importantes para ti ( no quedas con las amistades para que no te vean triste, no haces una fiesta porque “nada sirve para nada”, no coges el teléfono para no romper a llorar, etc.)
Cuando hablo de aceptación me refiero a la primera elección: saber que las emociones difíciles están ahí, como respuesta a la situación que estás viviendo. Las acoges como lo que son y a la vez centras tu atención y tus esfuerzo en que la vida que te queda por delante esté cargada de sentido, de valor, y de satisfacción personal. No hay resignación, al contrario, hay elección. La aceptación no es un destino final, es un proceso que haces a cada momento, a cada elección: sales aun con miedo de llorar; quedas con tus amistades aún sabiendo que la tristeza de dejarles te va a venir; organizas una fiesta aún sabiendo que habrá momentos para sentir la enorme pena de dejar la vida.
La presencia, o la capacidad de no vivir enredado en tus pensamientos, sino anclado en lo que sucede en este momento. De nuevo, no es “no pensar en el futuro”, ya que paradójicamente el sentido de temporalidad da fuerza a la intensidad con la que vivir el presente. No es fácil estar presente en una situación tan extrema, y al mismo tiempo, estar presente dota de sentido aquello que haces. Te ayuda a regresar a casa con el corazón lleno, y ayuda a la gente que está contigo a sentirse llenos de ti. Y algo he aprendido de las pérdidas: No es lo mismo la ausencia con el corazón lleno del otro, -de su amor, de su presencia, de su ser-, que la ausencia cuando el corazón no ha podido compartir con el otro las alegrías y las tristezas, y sientes un doble vacío, el físico y el del que te hubiese gustado haber compartido.
Así que cultivar la flexibilidad psicológica nos ayudará en cada paso que tengamos que dar. No para evitarnos el sufrimiento, sino para permitirnos vivir con satisfacción, para permitirnos escoger cómo queremos responder a los retos que la vida nos pone por delante. De nuevo, no para que todo sea fácil, porque a veces todo es muy complicado, sino para que cuando mires atrás puedas decir, “ahí estuve yo haciéndolo lo mejor que pude”.
Y para acabar como he empezado, mostrar mi gran admiración por un ser que a pocas semanas de su partida es capaz de sacar un disco, y grabar en videoclip una canción llena de alegría, de vida y de agradecimiento. Gracias Pau “por eso que tú nos has dado”.
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